"Constantino", por Lucía Schwarz
Constantino Makarich era un viejito delgado y con ojos de alcohólico que cumplía con unos sesenta y cinco años y que vivía en una aldea. Era un viejo solitario, solamente lo acompañaban dos perros, Canelo y Serpiente. Él era un guardia nocturno en la casa de los Chivarev, para ahuyentar a los ladrones, le pegaba al piso con su bastón para demostrar que estaba atento a cualquier sonido o movimiento.
En una tarde muy fría, como es usual, Constantino estaba tranquilo con Canelo y Serpiente hasta que llegó el cartero corriendo y le dijo muy apurado que tenía una carta para él, pero sin dirección ni nombre. El cartero la había leído y vio que era para Constantino de un tal Vanka Chukov, que decía ser su nieto, y contaba las cosas horrorosas que le pasaban. Constantino se quedó asombrado y confundido, por qué le habrían mandado esa carta, él no recordaba tener un nieto, pero tenía su apellido. El viejito le agradeció al cartero y rápidamente se corrió a la mesa, se puso los lentes y comenzó a leer:
«Querido
abuelo Constantino Makarich –escribió el tal Vanka-: Soy yo quien
te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios
que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a
ti. Ayer me pegaron. El maestro me tomó por los pelos y me dio unos
cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro
día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de
empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra tomó
la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como
son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y
me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me
sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un
mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar,
otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de
té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que
arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos… Abuelito,
sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te
saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti.
Si no me sacas de aquí me moriré. Te seré todo lo útil que pueda.
Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo
lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito, te
ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía
y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado
frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo
y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a
Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de
mi madre. Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios,
muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son
como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una
tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían
pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las
tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar
muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden
perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan. Abuelito,
cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge
para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me
la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para
Vanka. Verás cómo te la da. ¡Ven, abuelito, ven! En nombre de
Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del
pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me
insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro
atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un
pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder
levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo…
Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros
amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a
nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto
Ven en seguida, abuelito»
Impactado, soltó la carta y se quedó pensando unos diez minutos, no sabía qué hacer. En segundos, agarró el abrigo que le llegaba por los tobillos y salió a buscar a esa tal Olga Ignatievna en la aldea. Fue para allá, preguntó por Olga y ella salió. Olga le preguntó que se le ofrecía y Constantino le preguntó quién era Vanka. Olga le explicó que era su nieto y le contó un poco más de él. Le preguntó qué iba a hacer y Constantino dijo que de ninguna manera iba a ir, él ni siquiera sabía si era realmente su nieto, capaz lo querían engañar, y se volvió para su casa.
Ya era tarde y Constantino se fue a dormir, pero las palabras de ese niño le quedaron dando vueltas en la cabeza, él estaba muy indeciso, se puso a pensar en que capaz era su nieto, y él estaba muy solo. Pensó mucho y finalmente decidió ir en la mañana para Moscú a buscarlo, y se durmió.
A primera hora se levantó de la cama, agarró un abrigo y se llevó la carta, saliendo para Moscú. Pasaron las horas y finalmente llegó a allí. Constantino agarró la carta y buscó la dirección pero no la encontró, solo le quedaba preguntar en todas las casas. Yendo de casa en casa tocó la puerta y la abrió un señor alto, Constantino le preguntó por un muchacho llamado Vanka, y el señor desconfiando, le preguntó por qué lo buscaba. Constantino le dijo que era su nieto pero el señor no lo dejó hablar con él, ni siquiera verlo, y lo echó.
Constantino no sabía qué hacer, él no tenía dónde dormir y ya se hacía de noche, pero él no se rindió y se quedó en frente de la casa del zapatero hasta que en algún momento saliera su nieto. Pero no parecía fuera a salir así que no le quedó otra que entrar a la casa y buscarlo en el medio de la noche. Se dirigió al portal, en el que dijo que Vanka dormía. Yendo hacia allí, escuchó que venía el zapatero. Constantino se escondió, Alojín se quedó mirando unos minutos, pero al final se volvió a la cama y el Viejito siguió buscando a Vanka hasta que lo encontró durmiendo, muerto de frío. Vanka se despertó por los ruidos y vio a Constantino. Le preguntó quién era él no lo reconocía después de tanto tiempo, a lo que el viejito le respondió que era su abuelo, Constantino Makarich. El sueño del niño se hizo realidad, tras tanta fe y esperanza se cumplió su cometido. Él estaba tan contento de que vino su abuelo a buscarlo que se le formó en un segundo una sonrisa de oreja a oreja y se levantó rápido para irse con él.
Saliendo de allí, el zapatero les gritó desde la ventana, pero ellos arrancaron a correr. Siguieron corriendo con el zapatero detrás, persiguiéndolos, hasta que pasó un camión y ellos le pidieron que los llevara. Se subieron y el camión arrancó, el chico vio con odio al zapatero que se quedó parado mirando cómo se iba el camión. Constantino le dijo al señor que los llevara su aldea y Vanka le dio las gracias a su abuelo por haberlo venido a buscar, él no creía que fuera a venir por él. En el camino se durmieron.
En la mañana, el señor del camión los despertó y les dijo que habían llegado. Llegaron a la casa donde los esperaba Olga, en la puerta, con una caja de bombones para Vanka, que tanto le gustaban. El muchacho fue corriendo a abrazarla y el viejito le preguntó cómo sabía y Olga le dijo que sabía que lo iba a ir a buscar.
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