"La historia de una carta", por Juan Fernando Soler

 

En una umbría y lluviosa noche, yo, el zapatero Alojín acababa de recibir un nuevo aprendiz. Pero esta vez fue diferente, realmente confiaba en las capacidades de este joven, un tal Vanka Chukov, pero al parecer el chico no opinaba lo mismo. En su cara se reflejaba un dejo de tristeza, como una carga que lo acompañaba a todos lados.

El pequeño entró a la casa, donde se alojaría por indefinido tiempo. Allí mi esposa lo recibió de forma muy amable, como siempre, ocultando su verdadero comportamiento con los recién llegados. Así fue pasando el tiempo, yo me esforzaba porque Vanka fuese el mejor entre todos los alumnos, pero los otros estudiantes le llevaban años de ventaja, y aparentemente, la señora de la casa no le tenía ni un poco de afecto, castigándolo por el más mínimo error, sin ningún motivo aparente. Por mi parte sentía que le exigía demasiado, no solo en la zapatería, sino en todo lo relacionado con la vida independiente, en verdad no me importaba que Vanka me odiase, yo solo quería que fuese perfecto en todo, porque me veía reflejado en él, y aunque ni lo conocía, lo apreciaba mucho más que al resto.

En la zapatería los días eran repetitivos, todos los días, menos los domingos yo me despertaba a las 5:30 de la mañana, para aprontar todo para la jornada de trabajo que se extendía ya hasta las 10:00 de la noche, con una única pausa al mediodía para comer; yo le pedía a los futuros zapateros estrella que se levanten antes, porque yo a las 6:00am los iba a llamar para empezar a trabajar. Los primeros días le costó mucho a Vanka acostumbrarse a tan duros horarios, pero no podía dejar que unos hábitos le marquen tanto, así que fui el doble de estricto con él. Pasaba algo parecido a la hora del trabajo, le dije que si llegaba a ver un zapato con el más mínimo error, se lo tiraría en la cara, porque si un cliente nota esa imperfección deja de venir, y cuando te quieras dar cuenta, nadie va a comprar tus zapatos. Cuando le tiré el primer zapato me sentí muy mal, porque sabía que él había depositado todo su esfuerzo en el mismo, pero de verdad no quería que el chiquillo pase hambre en el futuro, yo sentía que tenía que prepararlo para el mundo exterior, y esa era la mejor forma para ambos.

Era la noche de Navidad, Vanka ya llevaba tres meses en mi zapatería, y había mejorado mucho más de lo que yo esperaba, él estaba al nivel de la mayoría de mis avanzados estudiantes y exageradamente arriba de otros. Se notaba el talento del pequeño, además, se había acostumbrado a los tan rigurosos horarios, pero todavía los sufría.

Estaba a punto de ser medianoche, cuando le pregunté a mis alumnos si querían venir a la iglesia con nosotros, hice lo mismo con todo el personal, pero solo uno no aceptó acompañarnos en este tan especial día, el huérfano Chukov, o así lo llamaban los otros aprendices. En el momento me desilusioné, porque yo le había conseguido algo muy especial para él, además se perdería de la misa del Gallo, que es de las instancias más lindas en la ciudad. Al ver que no iría me propuse ir a hablar con él. Entré sigilosamente en la habitación y vi que estaba buscando algo en uno de los roperos, entonces decidí irme, irme, pero no dejar de verlo, para saber qué hacía, y si lo podía ayudar en algo. Lo vi escribir una carta, no sabía qué decía o para quién era, pero se le notaba triste mientras movía su pluma sobre un papel arrugado y plasmaba todo lo que se le pasaba por la cabeza, al menos eso pensaba yo.

Esperé y esperé a que el joven termine de escribir, y cuando al fin culminó su carta Vanka fue corriendo afuera a dejarla en el buzón. Unos días más tarde, un cartero tocó la puerta de mi zapatería, diciendo que alguien había escrito una carta con una dirección inidentificable por la zona, y estaban buscando al autor. Inmediatamente reconocí el arrugado papel en el sobre mal cerrado, agarré la carta y fui a dársela a Vanka, no sin antes leerla. Me sorprendí mucho tras leer cómo estaba viviendo el niño, me sentí como basura, como si nada del esfuerzo que puse hubiera servido, es más, como si hubiera retrocedido en vez de avanzar. Acto seguido fui a hablar con el autor de tan emotiva carta.

-Vanka… ¿Puedo pasar?- Pregunté, él estaba tirado en su colchón incómodamente colocado en el piso.

-¿Qué pasa? Hoy es domingo puedo descansar- dijo angustiado, y con un leve tono de desprecio.

-Sé que enviaste una carta…- Vanka no dejó que yo terminara de hablar.

-Me pegará otra vez ¿verdad? Como cuando me dormí cuidando a su hijo.

- No, no, al contrario, estoy muy arrepentido, nunca quise ser muy duro contigo. Siento que me tengo que disculpar.

En ese momento otro niño entró a la habitación.

- Ja ja, Alojín se puso sentimental- dijo el insoportable chiquillo.

-Ándate, este no es tu problema. ¿O quieres diez zapatos más por toda la semana?-amenacé.

El invitado no deseado abandonó la habitación en el instante que terminé de hablar.

-Pasa que yo no tengo familia más que mi abuelo, y acá todos me molestan, incluso usted, es muy estricto conmigo -sollozó el zapatero pequeño.

-Ya sé, ya sé que soy muy duro contigo, y lo hago porque te quiero, confío en tu potencial, por eso te exijo más que al resto en el armado de zapatos, no quiero que pases hambre en el futuro, por eso te regaño si no haces las cosas perfectamente, realmente confío en vos, y en tus habilidades, me veo reflejado en ti.- en ese momento sentí que me vaciaba por dentro.

-Entonces le agradezco mucho, maestro, pero realmente no soporto esta situación y necesito ir con mi abuelo- suplicó Vanka.

-Bueno, entonces si te parece vamos a enseñarte a mandar cartas- sugerí.

Luego estuve diez minutos explicándole al niño cómo poner la dirección de una carta, y estuvimos dos horas para descifrar el nombre del pueblo donde vivía el abuelo de Vanka, y lo logramos. Después de eso fuimos hasta el buzón, y enviamos la carta, pero esta vez con la dirección bien puesta. Al cabo de unas semanas un viejo auto se estacionó en la puerta de la zapatería, y cuando el joven Vanka lo vio lloró de emoción, era el abuelo, con el cual estuve hablando un rato, y luego se llevó a su nieto. Afortunadamente nos seguimos comunicando, pero por carta, y esta vez con la dirección bien puesta.


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