"La vida de Alojín", por Juan González

 

Recién me despierto y voy a cambiarme de ropa: son las 5:45 de la mañana.

Fui al trabajo y Vanka aún estaba durmiendo.

-Vanka, Vanka, levántate ya, que tenemos clientes esperando.

Vanka me respondió que ya venía así que lo traje medio a las patadas porque estaba demorando mucho. Cuando bajamos los clientes ya se habían ido, entonces me enojé muchísimo y lo puse a arreglar los zapatos de Olga que ella nos había entregado ayer.

Yo lo trato de esta forma porque mi infancia fue bastante dura. Cuando tenia ocho años mi padre murió y tuve muchos problemas porque mis hermanos eran menores de edad pero todos mayores que yo y tenían que trabajar. Un día no pudieron más con la carga y se marcharon dejándonos solos a mi madre y a mí en la casa. Desde ese día tenía todo el peso sobre mis hombros y mi madre, encima, me trataba mal, a partir de lo cual empecé a dudar si seguir viviendo o no.

Pero un día encontré la salvación de mi vida: una señora mayor llamada Trini. Era una modista de ojos marrones, rubia, bastante alta, con un corazón enorme que me ayudó a salir de la situación horrible en la que estaba. Nos conocimos cuando le fui a llevar el vestido de mi madre para arreglar, en ese momento, muy desesperado, le pedí ayuda ya que parecía una persona muy buena. Entonces ella me dijo si quería ir a su casa y le respondí que sí. Ese día fue el mejor que había tenido en toda mi vida pero a la vez sentía un poco de pena por haber abandonado a mi madre.

La casa de Trini era muy humilde pero a la vez acogedora, me trató como si fuese un rey hasta que llegó su pareja. La pareja nunca me trató bien. Un día, cuando yo tenía dieciséis años empecé a escuchar que se estaban peleando muy agresivamente en el comedor. Su pareja como siempre se quejaba de que tenía que hacer el doble de trabajo para alimentarme a mí y Trini le contestó que yo era como un hijo para ella y que siempre lo sería a lo que el marido muy enfadado la golpeó. Entonces, por el bien de todos decidí irme sin que me escucharan por la ventana.

Tenía el corazón roto pero como siempre me las arreglé solo, hasta el día de hoy. A diferencia de mí, Vanka es muy afortunado por tener un trabajo y alguien que lo supervise, pero él no entiende esto. Ya pasaron tres meses desde que lo trajeron y todavía no sabe ni cómo lustrar bien un zapato; espero que dentro de poco tiempo entienda lo que es tomarse en serio una profesión como esta.

Hace poco más de una semana estábamos por comer en un tiempo libre de trabajo cuando le grité porque no venía a la mesa, a lo que él se asustó mucho porque pensó que le iba a pegar. Cuando me di cuenta de esto me arrepentí mucho de cómo lo estaba tratando y entonces decidí cambiar mi comportamiento con él y ahora, creo, nos llevamos mucho mejor.

Desde que empecé a tratarlo de otra forma noté muchas mejoras en el rendimiento de Vanka dentro de la zapatería. Esto me alegro mucho y espero que siga así para que cuando sea grande sea el mejor zapatero de Rusia o para tener metas más altas: el mejor del mundo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

"El gran cambio del zapatero", por Joaquina Ferreiro

"Un día en mi vida con Vanka", por Manuel Becerra

"Mi perro es un poco extraño", por Benjamín Stirling